viernes, 14 de noviembre de 2008

EL TELÉMACO Y SU ODISEA


Dedicado a D. Manuel Navarro Rolo, quien tan bien creara y enhebrara las décimas, algunas de las cuales aquí se reproducen, con las que dejó recogida para la Historia su épica aventura a bordo del TELÉMACO. Dedicado también a cuantos con él abrieron la mar en pos de sus sueños.


Pasó un vago pensamiento
por hijos de la Gomera,
cual la nube pasajera
que va por los elementos,
tras continuos sufrimientos,
peripecias y tristuras
para lanzarse a la anchura
de tan penoso camino
a luchar con el destino
de sedientas aventuras.

En 1950, salir de España como emigrante costaba la friolera de 12.000 pesetas, 6.000 pesetas el pasaje y el resto para abonar los gastos ocasionados por el papeleo, eso si el Gobierno de Franco permitía la partida, pues hasta el 19 de agosto de 1950 la emigración estaba prohibida. Ante esta situación, el futuro emigrante, acuciado por la depauperada situación económica y social de aquellos años, se veía en la obligación de vender sus posesiones, pedir dinero prestado a la familia, resignarse a acudir a los usureros, o como último recurso, buscar otro tipo de solución. Y esta solución pasaba por los “barcos fantasma” que cobraban 5.000 pesetas por hacer el mismo viaje, pero, obviamente, en peores condiciones.

La razón que llevaba a estas tristes gentes a tomar la decisión de lanzarse a la aventura de la emigración era de peso: pobreza. Acudían a las organizaciones ilegales por temor a no pasar los exámenes médicos obligatorios para la obtención del visado; pero no eran pocos los que también se veían obligados a burlar la legalidad por razones de índole política: en plena dictadura del General Franco cualquier ciudadano podía sentirse perseguido por el régimen, y este temor era causa más que suficiente para obviar la necesidad de sellos en documentos. Por otro lado, no debemos ignorar que algunos eran simples delincuentes buscados por la policía.

Tras este preámbulo, centraremos nuestra atención en una pequeña goleta que protagonizó una aventura llena de peligros que estremeció el alma de sus protagonistas, aventura que no olvidarán mientras vivan, y cuyos avatares son bien recordados en las Islas Canarias.

El TELÉMACO, un pequeño motovelero con el espejo de popa plano, de 27 m. de eslora, 6 de manga y otros 6 de puntal, con dos palos y un bauprés, envergaba dos velas cangrejas y dos foques de cuchillo. Esta goleta había sido usada con anterioridad para el transporte de mercancías entre San Sebastián, capital de la isla canaria de la Gomera y el puerto de Santa Cruz de Tenerife.

Un numeroso grupo de personas interesadas en salir de emigrantes lo antes posible con rumbo hacia Venezuela se empeñaron en el objetivo, no de comprar un pasaje, sino de adquirir un barco. Así, llegaron a reunirse hasta 171 personas, una de ellas una mujer, dispuestas a viajar hasta América. Cuando habían reunido el dinero necesario compraron el TELÉMACO a la sociedad “Gil Hernández Hermanos” de Las Palmas de Gran Canaria por la nada despreciable cifra de 519.319 pesetas.

El día 5 de agosto de 1950, el TELÉMACO no puso rumbo a Tenerife como era su costumbre sino hacia Valle Gran Rey en el sur de la Gomera. Allí embarcaron pasajeros y víveres, consistentes estos en cuarenta y dos sacos de gofio, diez sacos de pescado salado, 1.700 kg. de papas, una caja de latas de leche condensada, una caja de botellas de coñac, tres garrafas de aceite y dos cajones con carne de cerdo. Así pertrechados y en absoluta clandestinidad, salieron la noche de ese mismo día de agosto con buen tiempo y buena mar. Hicieron una parada frente a Agulo, otra localidad gomera, para recoger a nuevos pasajeros, desde donde arrumbaron en dirección a Tenerife.

En Taganana embarcó
el Piloto sin ultraje,
el que en este mismo viaje
su nombre inmortalizó,
por lo bien que se portó
demostrando su aptitud.
Náutico de pulcritud
no serás puesto en olvido,
Martín Pérez fue nacido
en el Puerto de la Cruz.

En las abruptas playas de Valle de Guerra, al norte de Tenerife, embarcaron algunos viajeros más, arrumbando a continuación hacia la costa de Taganana, también al norte de esta isla, para recoger al patrón que habría de guiarles en la travesía oceánica, quien, tras subir a bordo, permaneció embarcado el tiempo justo para verificar, que, era tal la muchedumbre comprimida en tan estrecho recinto que más que embarcación parecía lata de anchoas, como para pensar que el final de esta aventura solo se podía definir de un modo: infeliz. A los pocos minutos, el frustrado patrón, ya desembarcado, caminaba presuroso en dirección a su domicilio. Pero no fue este el único motivo de estupefacción para los pasajeros; en Tenerife también se había organizado este viaje y en las playas esperaban entorno a setenta personas más para embarcar —aunque fletar un barco para estos menesteres no era extraño tampoco era frecuente, por lo tanto se aprovechaba cualquier oportunidad—. Era materialmente imposible dar cabida a un grupo tan grande, habida cuenta que ya, en ese momento, el porte máximo del TELEMÁCO estaba sobrepasado, con las bordas prácticamente en la lumbre del agua. El suceso se saldó con algunos incidentes aislados, pero finalmente sí pudo embarcar el que sería el piloto del barco. Situación esperpéntica donde las haya si añadimos que el TELÉMACO debió regresar a la Gomera. Pocas horas después, y sin capitán, se decidió poner proa nuevamente al lugar de procedencia por dos razones principales: algunos pasajeros se descompusieron en apenas 24 horas de travesía y el agua embarcada estaba en pésimas condiciones debido a que fue envasada en unos bidones usados previamente para el almacenamiento de gasoil, haciéndola inservible y si esto fuera poco, los víveres también fueron objeto de análisis y se descubrió que no habían sido estibados en las cantidades acordadas, por otro lado difíciles de conseguir debido a la época sometida al racionamiento de comida de aquellos años.

Al arribar a Valle Gran Rey descubrieron que les precedía un gran problema en forma de barco, el MARTE, buque de guerra de la Armada Española, con el Gobernador Civil D. Juan Rosón a su bordo con la misión de preparar el viaje del General Franco, de inminente llegada al archipiélago canario. La situación ilegal en la que se encontraban el TELÉMACO y sus ocupantes era sobradamente suficiente para ser inculpados de cualquier delito que los afectos al régimen franquista quisieran imputarles. En ese estado de cosas, el barquito se alejó con ritmo interesado algunas millas del punto de peligro, no sin antes dejar en tierra a algunos tenaces voluntarios encargados de conseguir los víveres necesarios.

En cuanto el Gobernador Civil inició su camino tierra a dentro para personarse en diversas localidades isleñas, el TELÉMACO regresó a la costa donde desembarcaron algunos pasajeros asustados y arrepentidos de haber iniciado tan desagradable experiencia, y agradecidos de haber podido interrumpirla tan pronto, sirviendo esto de prólogo a lo durísimo que sería el periplo que se abría por la proa. Su puesto fue inmediatamente ocupado por otros que estaban dispuestos a aventurarse a lo desconocido, pagando su pasaje con alimentos: una vaca, un cerdo, varios sacos de papas o algunas ristras de cebollas. Aún tardaron algo más de lo previsto en zarpar pues los animales que habían llegado al puerto por su propio pie, debieron ser sacrificados allí mismo.

En una hora temprana,
el nueve de agosto fue,
a eso de las cuatro y diez
de una apacible mañana,
donde el silencio engalana
el misterio más fecundo
dándole un adiós profundo
a Valle Gran Rey con calma,
ciento setenta y un almas
que marchan al Nuevo Mundo.

Tal como reza la décima de D. Manuel Navarro, a las cuatro de la madrugada del día 9 y con el buen tiempo de aquellos días, finalmente el TELÉMACO pudo hacerse a la mar, poniendo rumbo, esta vez sí, directamente hacia Venezuela con ciento setenta y una personas a bordo, saliendo a motor y vela siguiendo las instrucciones del que hacía las veces de capitán, un hombre sin experiencia en mar abierto que no había desembarcado porque era el tío carnal de la única mujer a bordo.

Transcurrieron los primeros días con tranquilidad. Los viajeros se iban adaptando a la escasez de espacio e intimidad mientras el tiempo transcurría lentamente. Tres hombres se hicieron cargo del timón turnándose; el piloto, Martín Pérez González, que no llevaba instrumentos a bordo y es posible que no conociera el sistema de navegación ortodrómica (1), sin embargo puso el rumbo correcto desde Canarias hacia Venezuela. Al no disponer tampoco de corredera, tan necesaria para poder medir la velocidad de la navegación y poder así calcular la distancia recorrida, la forma de deducir la velocidad que ingeniaron era curiosa: echaban una tabla por la proa y contaban los segundos que tardaba en salir por la popa, lo dividían por el tamaño de la eslora y ya sabían la velocidad, que al ser multiplicada por las horas navegadas con un mismo viento, indicaban la distancia recorrida.

A los pocos días de comenzar el viaje, el cocinero se percató del mal aspecto que comenzaban a tener los víveres. Aún así fue haciendo todo lo posible para desperdiciar lo mínimo imprescindible. Desde el primer minuto de navegación el agua fue racionada. El entretenimiento pasaba de la charla al canto, a beber coñac, a leer; alguien había llevado libros con la intención de dar clases en su punto de destino, y alguno de ellos resultaría de mucha utilidad durante el viaje. También tuvieron la previsión de embarcar un botiquín con aspirinas, calmantes e incluso penicilina obtenida a través del contrabando, aunque poco pudo hacer aquella pequeña farmacia contra los efectos del insistente y pernicioso mareo padecido por varios de los pasajeros.

No pasó mucho tiempo hasta que se agotó el combustible quedando únicamente a merced de las velas, a partir de cuyo momento la navegación iba a quedar condicionada por el capricho de los vientos reinantes, por lo que cualquier aspecto relacionado con las velas suscitaba repetidas discusiones; aunque muchos de aquellos hombres eran pescadores nunca habían salido a mar abierta, así que como precaución, al anochecer arriaban las velas dejando solo la más pequeña a modo de capa o de tormentín (2) para aprovechar el viento y no verse desagradablemente sorprendidos por alguna ráfaga inesperada. Sin embargo, algunos opinaban que dejando desplegado todo el velamen se llegaría antes. El inestable ánimo se sosegó con una solución intermedia, se dejaría izada la grande.

Seis papas y no muy buenas,
eran, y no bien contadas,
la comida destinada
para el almuerzo y la cena,
dejando profunda pena
cuando fueron terminadas;
pero a la desesperada,
comieron sin poner freno
gofio con gusanos lleno
y platos de agua salada.

Tras diecinueve días de travesía con mar calma la situación sufrió un cambio brusco. Hacia las seis de la tarde el viento arreciaba con fuerza capaz de rendir la arboladura. Resultaba imposible arriar las velas debido a la tensión a la que estaban sometidas, por lo que se vieron en la obligación de picar parte del aparejo de labor en un desesperado intento de evitar la resistencia al viento y estabilizar la goleta.

La mayoría se pudo refugiar en la bodega, pero no cabían todos, muchos tuvieron que permanecer en cubierta aterrorizados bajo la lluvia torrencial y los temibles truenos que no dejaban de rasgar el cielo sin compasión. El TELÉMACO, azotado por los elementos, no dejaba de dar bandazos y la mar de pasar de un lado a otro, llegando incluso a anegarlo hasta tal punto que debieron practicar perforaciones en los costados, a modo de improvisados imbornales, para no zozobrar. Aquellos que llevaban su escaso equipaje en cubierta lo perdieron todo, y lo peor, también se perdió la mayoría de los víveres, salvándose solo aquellos estibados a cubierto. La situación podía empeorar y empeoró, como la goleta no se encontraba a son de mar, los bidones de agua no habían sido debidamente asegurados por lo que fue necesario cortarles las inestables fijaciones para evitar accidentes. Sueltos en cubierta, con uno de los múltiples bandazos salieron despedidos hacia algún punto indefinido del inmenso Atlántico.

Y a aquel temporal le siguió otro, aunque de menor intensidad, pero con las fuerzas mermadas debido al hambre que ya comenzaban a sentir, aquellos hombres cada vez estaban más convencidos de la llegada del final de sus vidas, y, para preparar sus almas, se pusieron todos a rezar el rosario. Y debieron ser escuchados pues poco a poco el TELÉMACO fue dejando de crujir, la mar se calmó y sus espíritus también.

La situación era desesperada, sin alimentos y sin agua cada día era un martirio. Recogían algo de lluvia, pero no era suficiente y la impotencia les llevó, incluso, a beber agua salada. En la tarde del día 30 una luz de esperanza se encendió no muy lejos de ellos pues apareció en el horizonte un petrolero español de CAMPSA, el CAMPANTE, el cual, tras acercarse, a la vista de la deplorable situación presentada por el TELÉMACO y sus pasajeros, se limitó a lanzarles al mar sobre pequeños salvavidas dos bidones de 100 l. de agua cada uno, una garrafa de aceite, otra con arroz — que tuvieron que ir a buscar a nado con el peligro de ser devorados por tiburones frecuentes por allí—. También les comunicaron la posición en la que se encontraban y la de una isla a 400 millas de distancia (Barbados), así como la advertencia de la próxima llegada de un temporal por el N. Acto seguido, el petrolero continuó con su ruta sin mirar atrás. La maldición más suave lanzada desde el TELÉMACO fue un sentido deseo de hundimiento para quienes habían mostrado tan poco caritativo sentimiento, era lo menos que merecía tan cruel e inhumana reacción ante unos náufragos que viajaban a la deriva en tan penosas condiciones. Años más tarde se descubriría que la tripulación del CAMPANTE no tuvo escrúpulos a la hora de redactar un informe donde dejaron la falsa constancia de que una vez localizado un barco lleno de náufragos los trataron muy bien y que, incluso, los ayudaron a subir a bordo; esperamos que se trate sólo de un rumor.

La situación geográfica en la que se encontraban, según les habían dicho desde el CAMPANTE, y el pequeño Atlas llevado por alguien en un equipaje que no se había perdido, les ayudó a situarse. La isla más cercana era Barbados, de dominio inglés, pero algunos de los pasajeros, convencidos de que si llegaban allí las autoridades les devolverían a España, obligaron a poner rumbo NO. La disconformidad se hacía patente pues ir hacia Martinica suponía unos días de viaje más. Por ello, los partidarios de ir a Barbados tomaron el control de la nave con la intención de llevarla hasta allí. Pero tras varios días sin divisar tierra por parte alguna le entregaron el mando al capitán quien puso rumbo, nuevamente, hacia Martinica a donde llegaron poco después.

Repentinamente, en algún punto no muy lejano del oscuro horizonte, les llamó la atención un destello al que le siguió otro, y otro. Por la mente se les pasó la imagen de los rayos que tan bien conocían después de haber visto tantos en los días precedentes, pero no tardaron en observar la periodicidad de los fogonazos, lo que no les hizo dudar de su cercanía a tierra, y estaban en lo cierto, se trataba del faro de islote de Rocher du Diamant, frente a la costa sur de Martinica.

En pulcra concurrencia,
cuando al muelle se acercó,
mucho sentir le causó
nuestra agotada presencia;
se le dieron referencia
de los grandes sufrimientos,
ellos con presentimiento,
al oir nuestras plegarias,
con nobleza hospitalaria
derraman sentimiento.

Las piraguas de los pescadores con quienes contactaron les guiaron hasta Fort de France, la capital de la anhelada Martinica, a la que llegaron a mediodía del siete de septiembre. Una vez inspeccionado el TELÉMACO, las autoridades sanitarias declararon la situación como crítica y pidieron que subieran agua y alimentos a bordo. Hecho esto, permitieron el desembarco de los pasajeros, alguno de los cuales pisaron tierra con lágrimas en los ojos.

Allí fueron recibidos con gran afecto por una población martiniqueña esforzada para que se recuperaran lo antes posible, invitándoles a su casa a comer y descansar, tras treinta y siete jornadas de mar de las más duras que puedan soñarse. Permanecieron allí cuatro días, tiempo en que la población dispensó simpatías y cuidados a los insólitos visitantes. Fueron informados de que la prensa local había publicado noticias sobre el avistamiento por parte de un avión de un pequeño velero en medio de un temporal, con olas de varios metros. Al perderlo de vista consideraron la triste opción de su hundimiento. El TELÉMACO, aferrado a sus tablas y no dispuesto a ceder ni una sola de las ciento setenta y una vidas que llevaba, solo había cambiado de rumbo.

Los canarios entablaron excelentes relaciones con aquellas buenas gentes que le entregaron incluso dinero. Por la noche, unos dormían a bordo y otros en la playa bajo las estrellas.

El cónsul de Cuba en Martinica, el señor Romero, que había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, oriundo de las mismas islas que los viajeros del TELÉMACO, no pudo evitar ofrecerles toda la ayuda que estaba en sus manos. Él, unido a otros españoles asentados en la pequeña isla caribeña, organizó un pequeño grupo musical escogiendo los músicos y cantantes entre los pasajeros del TELÉMACO para actuar en el teatro Olimpia. Allí interpretaron diversas muestras del folclore canario; fue mucho el público que acudió a tan peculiar concierto y, gracias a esto, consiguieron reunir el dinero que precisaban para comprar el gasóleo necesario para llegar a Venezuela. A esto se le añadió lo recaudado en una velada de boxeo organizada ex profeso para la obtención de fondos para los viajeros.

Bien provistos de víveres, agua, combustible, y un nuevo pasajero, un malagueño llamado Juan Palomo, que se embarcó con ellos, así como una buena carta de navegación que les ayudaría a culminar el viaje, el día 11 de septiembre de 1950, el TELÉMACO, largando espuma a popa, se hizo de nuevo a la mar poniendo rumbo hacia aquella Tierra de Provisión, llamada Venezuela, cortando brioso las aguas del Caribe.

Comenzaron a navegar por el mar de las Antillas dejando atrás Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Granada, Los Hermanos, Isla Tortuga...

Como gigante durmiente
que coloso se levanta,
vimos la primera planta
del soñado Continente,
arrogante y floreciente
el abismo desafía,
allá por la noche impía,
por el dieciséis llegamos
y en La Guaira fondeamos
muy lejos de la bahía.

Arribaron al puerto venezolano de La Guaira en la noche del 16 de septiembre de 1950 debiendo esperar el amanecer para poder encontrar la bocana del puerto. Allí contemplaron barcos con nombres muy familiares para ellos, como el JUANITO SUÁREZ que había salido de la isla de Tenerife el 12 de marzo de 1950 con ciento ochenta pasajeros a bordo, y el JOVEN GASPAR que dejó atrás la isla de El Hierro después de salir del puerto tinerfeño, con cincuenta y seis emigrantes asomados a sus bordas. También en 1950, el PLATANITO puso rumbo a Venezuela llevándose consigo a cuarenta y cinco canarios. El 15 de abril de ese mismo año el BENEHOARE comenzó su aventura desde la isla de La Palma con ciento cincuenta y cuatro personas sobre su cubierta, el NUEVO TEIDE, de treinta y seis metros de eslora y nueve de manga (el barco de mayor tamaño participante en la emigración clandestina canaria) zarpó de la isla de La Palma el 7 de abril de 1950 llevando doscientas ochenta y seis almas en sus entrañas, siendo la mayor cantidad de “ilegales” llegados a Venezuela en un solo barco; y esta es solo una muestra.

Casi de inmediato las autoridades venezolanas subieron a bordo y separaron del resto del pasaje a los responsables del barco y al cocinero, catorce en total, llevándolos a continuación a la Cárcel Modelo de Caracas. Allí estuvieron detenidos unos cuarenta y cinco días, momento en que el Gobierno venezolano los entregó al cónsul de España quien, sin demora, los repatrió a Canarias a bordo del CONDE DE ARGELEJO el 4 de noviembre de 1950, llegando a Tenerife el 13 del mismo mes.

En el ínterin, temerosos de ser detenidos también, algunos de los pasajeros del TELÉMACO, unos veintisiete aproximadamente, saltaron a tierra y huyeron burlando la guardia que había sido apostada junto al velero, pasando después muchas penurias por la carencia de documentos. Otros bajaban a tierra a comprar tabaco y volvían sin que la Guardia Nacional se percatara del trasiego de personas que iban y venían, considerando que el TELÉMACO era el único refugio posible en aquellas circunstancias. Allí recibieron la visita y ayuda de canarios que ya estaban establecidos en Venezuela.

El 23 de septiembre, al anochecer, los aproximadamente ciento treinta pasajeros que quedaban fueron embarcados en un buque de la Armada venezolana para ser trasladados a la pequeña y desierta isla de Orchila, en el archipiélago de Los Roques, algunas millas al norte de Venezuela, donde el Gobierno enviaba al ganado procedente del extranjero para que cumpliese la cuarentena antes de entrar en el país. Allí los emigrantes contemplaron con aflicción la presencia de una sola casa, morada de los cuidadores del ganado, donde había sido instalada una emisora de radio, así como una potabilizadora de agua, una cuadra y un cobertizo. Barcos que habían llegado con anterioridad y en condiciones más lastimeras disfrutaron de un recibimiento más amistoso, como fue el caso del AMERICA cuyos treinta y seis pasajeros fueron aceptados en el continente previas medidas higiénicas y administrativas. La razón es sencilla de entender, hasta pocos meses antes, el Gobierno venezolano no mantenía relaciones diplomáticas con el de Franco, sin embargo, al retomarse estas, el comportamiento hospitalario por parte de las autoridades venezolanas podía ser interpretado como señal de acogida a disidentes por parte el Ministerio de Asuntos Exteriores español, y para evitar sus quejas, el Gobierno venezolano se limitaban a rechazar a todos aquellos españoles que quisieran entrar sin documentación.

El Gobierno utilizó algunos motivos como excusa para explicar su proceder, por un lado la sospecha de posibles enfermedades infecto-contagiosas y por otro, la difícil situación política local. Tampoco se omitió la sospecha de que aquellos viajeros desesperados eran proscritos políticos de España.

A la isla de Orchila llegaron casi al mismo tiempo que los pasajeros del TELÉMACO los del DORAMAS, que había salido de la Palma el 28 de julio de 1950 con ciento veintinueve pasajeros, y el ANITA, viajando desde el 19 de agosto del mismo año con ochenta, tan clandestinos ambos como el primero. Arribaron a la isla en pequeñas barcas, teniendo que saltar al agua para poder llegar a tierra. En total se reunieron allí algo más de trescientas personas. Esta cantidad de “sin papeles” empezaba a poner las cosas difíciles al Gobierno de Venezuela, máxime cuando la prensa venezolana se hizo eco de esta situación, mostrándose muy descontentos con la dictadura de Franco que imponía infinitas trabas a la emigración debidamente reglada y que provocaba el colapso.

Desde el continente se les enviaba puntualmente víveres que ellos complementaban cazando cabras silvestres, o con pescado obtenido en la orilla sin muchas dificultades. Se alojaron en la cuadra con grandes incomodidades, aunque un hábil carpintero que se hallaba entre ellos, llamado Pedro Estévez, con las maderas, alambres y cartones que arrojaba la mar a la playa, consiguió hacer algunas camas, o algo parecido, irónicamente llamados “Muebles Estévez”.

En cierta ocasión llegó un yate tripulado por tres polacos y un español, quien no perdió detalle de todo aquello de lo que era testigo y no dejó de tomar nota. Se rumoreó que podría estar relacionado con un alto cargo del Gobierno Republicano español en el exilio instalado en México, con cuyo gobierno la República española siempre mantuvo muy buenas relaciones. Quizá haciendo uso de las influencias que tenía, consiguió el Gobierno mexicano presionar al venezolano, esto podría explicar el milagro que se operó en poco tiempo.

Pocos días después de la presencia de aquel oportuno compatriota, inspectores del Ministerio de Agricultura se presentaron en la isla para tomar los datos personales de los emigrantes. Les aconsejaron que se inscribieran como agricultores dado que este era el oficio más demandado por el país, lo que les podría proporcionar trabajo en muy poco tiempo. Luego no sería difícil conseguir un puesto en cualquier otro sitio. La mayoría de ellos había trabajado las tierras toda su vida, así que no encontraron dificultad en hacer caso de aquellos hombres. De hecho, fueron los primeros en salir de la isla. Los que se habían inscrito con otros oficios lo hicieron con posterioridad.

El 13 de noviembre de 1950 llegó a Orchila un barco de guerra para trasladar el primer grupo de emigrantes después de cuarenta y cuatro días de permanencia en la isla. A este le siguieron más grupos trasladados en diversas embarcaciones, tránsito que no fue interrumpido ni siquiera por el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud, Presidente de la Junta Militar que en ese momento regía los destinos de Venezuela. La evacuación tardó aproximadamente unos cuatro meses en verificarse.

Fueron llevados al Centro de Recepción de Inmigrantes del Trompillo en el estado de Carabobo. Tras los pertinentes exámenes médicos y con los papeles en el bolsillo, comenzaron a trabajar (la mayoría) en las labores relacionadas con la caña de azúcar. Poco a poco se fueron repartiendo por el país aprovechando las oportunidades que se les presentaban, incluso alguno, que ya tenía estudios secundarios, pudo convalidar su título de bachillerato y seguir estudiando hasta convertirse en maestro pudiendo dedicarse a la docencia, se trata de D. Fortunato Armas Darias quien también tras presentarse a las elecciones en las listas del Movimiento al Socialismo consiguió ser concejal del Ayuntamiento de Barquisimeto.

Y aquí termina el viaje protagonizado por esta valiente goleta que salió de una pequeña isla del Atlántico, navegando hacia el oeste, llena de sueños e ilusiones, con la suerte sentada sobre la caña del timón lo que permitió su empuje en la correcta dirección, sin mapas ni instrumentos, hacia la Tierra Prometida. El TELÉMACO quedó abandonado en alguna playa cercana a la Guaira donde se hundió, reposando para siempre de los avatares vividos en su Odisea. Pocas veces un barco llevó un nombre tan apropiado.

Ya terminó la jornada,
no hay que dudar del Destino
que nos conduce al camino
de la extranjera morada,
esta tierra codiciada
hija fue del pueblo hispano,
y como somos hermanos
de esta rama positiva,
nos alienta darle un viva
al pueblo venezolano




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(1) Sistema de navegación que se realiza siguiendo la curvatura de la tierra o círculo máximo.
(2) Capa: vela mayor y de reducido tamaño de mucha resistencia para afrontar vientos muy fuertes. Tormentín: foque pequeño y resistente que se iza con estos vientos.

Agradecimientos:

A D. Francisco Barrera González y a Dña. Carmen Nieves Reyes Flores.
Fuentes:

Las décimas, como escribimos en la dedicatoria, son de D. Manuel Navarro Rolo (quien después de regresar a Canarias, falleció víctima de un atropello en Santa Cruz de Tenerife en 1979).

“El TELÉMACO. Así se hicieron a la mar”. José Marrero y Castro, Ricardo García Luis, Lorenzo Croissier. Editado por José Marrero y Castro. (1988)

“La emigración clandestina en Canarias. El Telémaco”. Editado por el Gobierno de Canarias. (2000)

©Coral y Ramiro González

4 comentarios:

Jose dijo...

Gracias por su interesante blog, me ha llamado la atención el esfuerzo de recopilación de la historia de este viaje.. y en particular a quienes al pié se cita como dedicados; concretamente D. Francisco Barrera González (podría ser tal vez un conocido suyo pero para mi ese nombre es el de un tío fallecido ya hace unos 11 años y de buen recuerdo a nivel familiar), si no es molestia me gustaria saber más si fuera él por su aportación en el relato del Telémaco. Gracias anticipadas

Jose dijo...

...Olvidaba, pudiera enviarme comentario en por e-mail a zeuslp@gmail.com, si lo desea, gracias

estrella dijo...

Lei la historia del telemaco y ya sabia algo ya que mi padre me conto parte de esa historia, Ahora me gustaria saber siUd. tiene alguna historia de la Balandra America que llego a Venezuela, pues mi padre viajo en esa Balandra como marinero y me gustaria que viera algo de ese viaje ya que para el es un sentimiento unico. Mucho sabre agradecerle que me diga algo por medio de mi direccion de correo que es estrerodriguez@hotmail.com

Miguel dijo...

Es extraordinario como esta redactado la historia de esta embarcación y su fabulosa travesía por el mar como muchas otras embarcaciones que salieron de las islas rumbo a este el nuevo mundo.
Yo que soy un nieto de uno de los pasajeros de esta travesía se me hace un nudo en el pecho al leer esta fantástica historia, junto con todas sus penurias, necesidades y desdenes los tripulantes del Telémaco llegaron a tierra firme con la esperanza de comenzar una nueva vida en una tierra de oportunidad y abundancia y valla que lo lograron.